Carlos Vives, el hombre que rescató una de las mejores expresiones artísticas de Colombia, estuvo predestinado al arte y especialmente a la música. Y, a través de ellas, y a lo mejor sin saberlo, a convertirse en el representante de ese colombiano puro y honesto enalteciendo nuestro país.
A mediados de 1977, cuando murió en Bogotá el científico español Mateo Matamala, fundador del Colegio Hispanoamericano Conde Azures, el grupo musical del colegio entonó una triste canción de despedida. Su música era melancólica, pero adentro llevaba un tenue aliento del Caribe que era capaz de desarrugar amarguras o derrotar sinsabores. Fue compuesta por un niño de 16 años que había llegado de Santa Marta, y al que todos conocían porque siempre llevaba adentro esa alegría que solo nace al lado del mar.
Aquella primera canción de Carlos Alberto Vives Restrepo obtuvo, además, el primer puesto en el festival de música colombiana del Colegio Iragua. Y fue el pasaporte para que los profesores del colegio lo contrataran para todo tipo de serenatas y para que lo identificaran como un muchacho al que la música le fluía al mismo tiempo que la sangre por las venas.
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